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Gooool
carajo, bravo mierda
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Así se
juega, goooolllll
-
¡Ya basta!
La Giuli se asusta – grito enfadada mi madre.
Un tremendo bullicio estallaba en casa mientras en el
televisor un hombre de tez morena celebraba un gol junto a sus compañeros que
vestían la camiseta blanquiazul.
Yo con apenas con 8 años de edad observaba la escena
asustada y sorprendida. Mi padre y mi padrino gritaban como locos, golpeaban la
mesa y saltaban frente al televisor. Hasta los perros de la cuadra no paraban de
ladrar y el gatito que se encontraba dormido sobre una de las sillas, salió
disparado por las escaleras hacia el techo.
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¿Qué pasó?
-
Gol de
Alianza hijita, somos campeones carajo.
-
Claro
Giulita tu también celebra todos somos “Alianza Corazón”.
Y es que desde pequeña el equipo “de la pelota de trapo, testigo del primer gol” fue, es y será parte de mi vida: mi padre,
mis tíos, mis primos (salvo dos excepciones) son hinchas acérrimos del cuadro
blanquiazul.
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Tengo que
ponerme este polo – dije algo desconcertada.
-
Claro
tienes que ponértelo todos al estadio van con su polo- dijo mi novio.
-
Pero…
-
No nada de
peros, al estadio se va con este polo.
Y sin tiempo de decir nada me consumió en un cálido
beso. No dije más. Aceptaría ponerme lo
que él quiera pues estaba peligrosamente embelesada con tanto amor de su parte.
-
Métete
pues huevón. Pásale rápido, ya pateaa – decía mi padre observando
detenidamente el fútbol.
Yo sabía que mientras eso pasaba, no podía interrumpirle sería un sacrilegio hacerlo. Como no podía
luchar contra el fútbol y conquistar la atención de mi padre entonces decidí
“unirme al enemigo” y empecé a mirar la televisión.
Lo que más me llamó la atención era cuando las cámaras enfocaban
a la gente en las tribunas. Por el lado sur todo era blanquiazul mientras la
zona norte se vestía de crema.
-
Mierda, ya
empezó el clásico – decía mi primo Javier que acababa de llegar a casa.
-
¿Qué es un
clásico? – le pregunté a mi primo que me miró con desdén y pude notar en su
mirada un ¿y tú que demonios haces acá?
Pero mi mirada de “gatito de Shrek” que tenía a mis ocho
años pudo más que su apuro por ver el fútbol y me explicó: Un clásico es una
guerra declarada entre las “gallinas” de la U y nosotros.
-
¿Quiénes
somos nosotros?
-
Somos
Alianza Lima, pues corazón, recuérdalo siempre.
Ese recuerdo atravesó mi mente mientras mi novio terminaba
de darme tan rico beso. Precisamente el domingo iríamos juntos al estadio a ver
jugar “al enemigo” de Alianza Lima: Universitario de Deportes. Los cremas se
enfrentaban al equipo de Sporting Cristal.
Después del beso y de pasar ovillados parte de tarde, mi
novio y yo salimos a comprar las entradas, que dicho sea de paso se compra con
DNI para que tu nombre figure en tu entrada. Me pregunto si para los partidos
del mundial son tan rigurosos cómo acá. Bueno después de los tantos
acontecimientos de violencia registrada en un partido de fútbol las cosas han
cambiado.
El día esperado llegó y el momento esperado también: iba a
ponerme el polo del “enemigo”.
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¿Cómo? – dijo
sorprendido mi papá.
-
Dije que
es de la U, papá.
-
¿De la U
dijiste? Empezamos mal Giulita – Decía mi padrino
Mientras me ponía la camiseta crema, otro pensamiento
familiar recordó el día en que le dije a mi papá y padrino que mi novio, aquel
hombre que amaba con locura, era del equipo rival de su adorado club que
lanzó al “nene” Cubillas.
-
¿Y ahora qué
te pasa? – me pregunto contrariado y algo gruñón mi novio.
-
Nada- dije
secamente yo.
-
Dime ¿Qué
te molesta? Te conozco y ahora qué pasa con el polo.
La verdad era que me
sentía mal ponerme la camiseta de la U, después de tantos partidos en casa
junto a mis padres, gritando “Arriba Alianza” sentía que los traicionaba. Sin
embargo no quise defraudar a mi novio y opté por decirle una respuesta más
superficial.
-
Creo que
no me queda el color crema, yo que soy pálida no cae con mi piel – dije
tratando de imitar cierto fastidio.
-
No mi
amor, te queda lindo el crema - dijo cariñosamente mi novio quién me apuró
para salir rumbo al estadio.
Yo corría con todas mis fuerzas y lo peor era que no podía
alcanzarlos. Adelante mi padre, mi padrino y mi primo iban a toda prisa, no
sabía a dónde y qué iban a hacer pero de lo que estaba segura era que se
alejaban de mí y eso me provocaba gran temor.
-
Mierdaaaa,
gol por la concha de su madre.
-
Bravo
carajo, arriba alianza, carajoooo goooolll.
Los gritos llenos de lisuras de mi padre, padrino y primo me
despertaron de mi pesadilla. Y es que las lisuras o llámese palabras soeces
siempre están presentes en la celebración de un gol. A mis ocho añitos me
sorprendía escucharlas en cambio ahora
que estaba con mi novio haciendo la cola de ingreso al estadio más bien era
raro que tus oídos no atrapen al menos un par de “buenas lisuras”.
-
Oye
conchetumadre, no te coles.
-
Fuera
mierda, haz tu cola huevón.
Llegamos a las 2 de la tarde. El partido empezaba a las
cuatro y la cola avanzaba tan lento como las reformas del actual gobierno.
El sol quemaba nuestra espera y ni qué decir del bullicio de
las combis, custer y taxis que transitaban la avenida 28 de Julio además de los
innumerables vendedores ambulantes que
hacían su “agosto”.
-
Compro
entradas, vendo entradas, compro si te sobra entradas – decía una robusta
mujer mientras se paseaba por el lugar.
La carretilla de gaseosas
“a china” fue la más solicitada
seguida de la señora que vendía arroz chaufa con tallarín a “luca china”, el almuerzo al alcance de bolsillo; también
estaban los infaltables platos de higadito frito con su yuquita. Pero esto era
un evento deportivo y los polos cremas y demás souvernis de la hinchada de “Lolo Fernández” también vendieron
harto a excepción del señor de las
gorritas. Las gorras estaban bonitas, particularmente me gustaron pero noté que
nadie las compraba. Será por el calor pensé pero la respuesta la supe cuando
ingresé a la explanada del estadio.
Cuando estamos por ingresar llegó la policía montada y cómo
era predecible el público se emocionó al ver la grandeza y elegancia de los
caballos. Uno de ellos, como también era
predecible, empezó a orinar botando un
gran chorro que inundó gran parte de la pista.
-
¡Qué rico
meas caballo de mierda! – dijo un acalorado hincha que pasó corriendo junto
a mí mientras ingresábamos.
Pero volvamos a la respuesta encontrada. Resulta que las
medidas de seguridad son súper extremas que pasamos por hasta por tres filtros.
En el segundo nos revisaron de pies a cabeza y pude notar que precisamente los
gorritos eran decomisados por el
personal de seguridad pues ante las cámaras tapan el rostro de las personas y
aquí todos teníamos que estar debidamente identificados. Hubo varios que se
quedaron afuera por no traer DNI y otros que juraban ser los que aparecían en
la foto.
Tomados de la mano mi novio y yo ingresamos al estadio. Estaba
feliz por el simple hecho de estar juntos. Lo miré con una amplia sonrisa y me
respondió con un beso en la frente pero toda esa atmosfera de amor fue invadida
por el hedor a marihuana que reinaba las tribunas.
Ya instalados muy
cerca a la “trinchera norte” el ambiente era de júbilo total. Los cremas
cantaban a viva voz sus canciones y en sus manos unos globos rojos eran
agitados. Era inevitable gritar, alzar las manos y reír.
-
Dale, dale campeón, dale, dale campeón – empecé
a cantar.
Fue entonces que salieron
a la cancha los cremas y los globos rojos fueron de a pocos reventados
creando más bullicio en el lugar. En toda la algarabía de pronto todo se
desvaneció y nuevamente mi mente se situó en un pasaje de mi infancia.
“Se va, se va, se va el
Alianza para campeón, se va, se va, Alianza Lima corazón”
-
Qué bonita
canción papá.
-
Claro,
tiene muy bonita letra.
-
¿Quién la
compuso?
-
El loretano
Raúl Vásquez.
Mi padre y yo compartíamos la tarde de domingo escuchando sus canciones mientras él arreglaba
sus cosas. Orgulloso limpiaba su libro
empastado y con letras doradas que decía “La historia de un pueblo blanquiazul”
y me mostraba fotos de los antiguos jugadores de Alianza y de aquellos que
murieron en el fatal accidente del Fokker en el 87. Yo no me consideraba
fanática del fútbol pero juntos compartíamos un mismo sentimiento.
Ahora de la mano de mi novio, vestida con la camiseta crema
me sentí mala, traicionera, desertora de mis raíces futboleras. ¿Cómo sucedió?
¿Quién era ese hombre que de alguna manera destronó los preceptos de mi padre?
Hablar de mi novio será motivo de otro escrito, pero sin duda el bichito del
amor por complacerlo traspasó cualquier barrera.
Desperté de mi ensueño nuevamente con otro pestilente olor,
esta vez una chica que estaba sentaba delante de mí fumaba como “chino en
quiebra”. Ella estaba sentada al parecer junto a su novio y digo al parecer
pues desde mi ángulo de visión pude ver los mensajitos calentones de texto que
le enviaba a un tal Alonso vía WhatsApp.
Quise concentrarme en el partido e intentar comentarle algo
a mi novio, pero me llamó la atención otro hombre. Alto ahí si piensas que este
sujeto invadió mis más bajos instintos, no señor. Este era un barrista estaba a
unos pocos metros de nosotros pero sobresalía entre los demás. Lo llame
mentalmente como “el director de orquesta”. Alzaba sus brazos de un lado a otro
y daba la pauta de las canciones al grupo que lo rodeaba. Lo hacía con gran
entusiasmo y su rostro denotaba pasión, entrega, lucha y disfrutaba cada
canción alentando a su equipo.
Y así el director de orquesta estaba atento ante las pautas
oficiales del amo y señor “el jefe de la trinchera norte”. Éste escondido entre
el tumulto y el éxtasis de cada barrista decidía que cántico haría tronar el
estadio Nacional.
El panorama en la zona sur era desolador. Un pequeño rectángulo
vertical dispersado de pequeños puntos celestes a duras penas daba alguna voz de aliento.
En mi nuevo intento por seguir el juego en donde aún la
redonda no besaba la malla del arco, mi visión se detuvo nuevamente en la barra
norte. Los policías sacaban a dos barristas, al parecer revoltosos, a punta de varazos y lo que vino después era
aún mejor.
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“Policía,
policía que pena que me das, mientras vienes al estadio tu mujer esta
cachandooo”
Este corillo se hizo escuchar al unísono. No puedo evitar
reírme y compadecer a los pobres policías que ya deben estar acostumbrados a la
reacción de las barras pero al fin y al cabo también ellos abusaban de su
autoridad pues sólo Dios sabe si continuaron pegando a esos hinchas que fueron
expulsados.
-
Ya gol,
gol, uffff.
Cada vez que la pelota estaba a punto de entrar, los hinchas
se acordaban de todas sus madres y alentaban aún más. Hasta que un pitazo del
árbitro que mostró tarjeta amarilla a un jugador crema fue la causa de otra
arenga dirigida cariñosamente a la madre de la máxima autoridad del juego.
-
“Árbitro
hijo de puta, árbitro hijo de puta”
Acabó el primer tiempo y los nuevos protagonistas del
estadio entraron en acción: “Ahí tiene
los ricos sanguches de pollo”. “A sol, a sol la cancha”. “Helados, helados”. Los vendedores se dieron paso entre las tribunas con
gran habilidad y vendieron su mercadería.
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¿Te gusta
el partido? – decía mi novio regalándome una sonrisa
-
Sí amor,
pero ni un gol todavía.
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Ya pronto,
ya salen los jugadores.
Pero no miré su salida me quedé mirando a mi novio. Él al
igual que toda la barra vivía el momento de esa pasión llamada fútbol. Yo
apenas podía sentir curiosidad, curiosidad por cómo terminarán las gargantas de
toda esa gente que grita, por cuánto habrá ganado la señora del pan con pollo,
por lo que les habrá pasado a los hinchas revoltosos, por la pobre madre del
árbitro, por los caballos de la policía montada, por cómo ingresó la marihuana al estadio, por
las esposas de los policías, por los baños del estadio y por cómo estarán los pulmones de la chica
frente a mí que por fin dejó de fumar.
El pitazo final llegó y con él la ilusión de un gol. Los
jugadores abandonaron la cancha al igual que los pocos hinchas de Cristal
asistentes que en cuestión de segundos el color celeste desapareció del
estadio. Mi novio y yo subimos las gradas hasta la salida para bajar por las
escaleras que parecían nunca acabar.
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¿Eres tú?
Y ahí estaba Roger, un amigo de mi infancia, me miraba
sorprendido y se detuvo a observar el polo que llevaba puesto.
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Sí soy yo
– dije imitando una sonrisa.
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¡Caramba!
veo que eres crema – dijo Roger
-
Sí por fin
la convertí – se apresuró en contestar mi novio cogiendo mi cintura.
No hubo tiempo de presentaciones y así como vino Roger se
alejó y volvió a regalarme una sonrisa cómplice mirando mi polo.
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Dale,
dale, dale U.
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Cállate
Roger, va a ganar la Alianza.
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Sí pierde
te pones mi polo.
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No me
pondré ese polo de gallinas.
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Ya pues si
no te lo pones hoy, algún día lo harás.
La premonición de Roger cuando teníamos ocho años aquel día viendo
un clásico en mi casa se hizo realidad. Y al estilo de “Los años maravillosos” “De pronto sucedió” ahí estaba yo usando el polo crema, restándole
importancia y sumándole nuevos recuerdos a esta experiencia en el estadio,
caminado derrotada ante la niña
aliancista que alguna vez fui y rendida ante la mujer crema que todavía no sé
si soy.
Muy bien, Giuli. Has descrito con bastante minuciosidad las inusitadas situaciones que se ven en una tribuna de estadio. Sigue así. De todas las experiencias -por muy banales que parezcan- se pueden lograr buenos relatos como éste.
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