lunes, 30 de junio de 2014

¿Te pasaste al otro equipo?


-          Gooool carajo, bravo mierda
-          Así se juega, goooolllll
-          ¡Ya basta! La Giuli se asusta – grito enfadada mi madre.
Un tremendo bullicio estallaba en casa mientras en el televisor un hombre de tez morena celebraba un gol junto a sus compañeros que vestían la camiseta blanquiazul.
Yo con apenas con 8 años de edad observaba la escena asustada y sorprendida. Mi padre y mi padrino gritaban como locos, golpeaban la mesa y saltaban frente al televisor. Hasta los perros de la cuadra no paraban de ladrar y el gatito que se encontraba dormido sobre una de las sillas, salió disparado por las escaleras hacia el techo.
-          ¿Qué pasó?
-          Gol de Alianza hijita, somos campeones carajo.
-          Claro Giulita tu también celebra todos somos “Alianza Corazón”.
Y es que desde pequeña el equipo “de la pelota de trapo, testigo del primer gol”  fue, es y será parte de mi vida: mi padre, mis tíos, mis primos (salvo dos excepciones) son hinchas acérrimos del cuadro blanquiazul.
-          Tengo que ponerme este polo – dije algo desconcertada.
-          Claro tienes que ponértelo todos al estadio van con su polo- dijo mi novio.
-          Pero…
-          No nada de peros, al estadio se va con este polo.
Y sin tiempo de decir nada me consumió en un cálido beso.  No dije más. Aceptaría ponerme lo que él quiera pues estaba peligrosamente embelesada con tanto amor de su parte.
-          Métete pues huevón. Pásale rápido, ya pateaa – decía mi padre observando detenidamente el fútbol.
Yo sabía que mientras eso pasaba, no podía interrumpirle  sería un sacrilegio hacerlo. Como no podía luchar contra el fútbol y conquistar la atención de mi padre entonces decidí “unirme al enemigo” y empecé a mirar la televisión.
Lo que más me llamó la atención era cuando las cámaras enfocaban a la gente en las tribunas. Por el lado sur todo era blanquiazul mientras la zona norte se vestía de crema.
-          Mierda, ya empezó el clásico – decía mi primo Javier que acababa de llegar a casa.
-          ¿Qué es un clásico? – le pregunté a mi primo que me miró con desdén y pude notar en su mirada un ¿y tú que demonios haces acá?
Pero mi mirada de “gatito de Shrek” que tenía a mis ocho años pudo más que su apuro por ver el fútbol y me explicó: Un clásico es una guerra declarada entre las “gallinas” de la U y nosotros.
-          ¿Quiénes somos nosotros?
-          Somos Alianza Lima, pues corazón, recuérdalo siempre.
Ese recuerdo atravesó mi mente mientras mi novio terminaba de darme tan rico beso. Precisamente el domingo iríamos juntos al estadio a ver jugar “al enemigo” de Alianza Lima: Universitario de Deportes. Los cremas se enfrentaban al equipo de Sporting Cristal.
Después del beso y de pasar ovillados parte de tarde, mi novio y yo salimos a comprar las entradas, que dicho sea de paso se compra con DNI para que tu nombre figure en tu entrada. Me pregunto si para los partidos del mundial son tan rigurosos cómo acá. Bueno después de los tantos acontecimientos de violencia registrada en un partido de fútbol las cosas han cambiado.
El día esperado llegó y el momento esperado también: iba a ponerme el polo del “enemigo”.
-          ¿Cómo? – dijo sorprendido mi papá.
-          Dije que es de la U, papá.
-          ¿De la U dijiste? Empezamos mal Giulita – Decía mi padrino
Mientras me ponía la camiseta crema, otro pensamiento familiar recordó el día en que le dije a mi papá y padrino que mi novio, aquel hombre que amaba con locura, era del equipo rival de su adorado club que lanzó  al  “nene” Cubillas.
-          ¿Y ahora qué te pasa? – me pregunto contrariado y algo gruñón mi novio.
-          Nada- dije secamente yo.
-          Dime ¿Qué te molesta? Te conozco y ahora qué pasa con el polo.
La verdad era  que me sentía mal ponerme la camiseta de la U, después de tantos partidos en casa junto a mis padres, gritando “Arriba Alianza” sentía que los traicionaba. Sin embargo no quise defraudar a mi novio y opté por decirle una respuesta más superficial.
-          Creo que no me queda el color crema, yo que soy pálida no cae con mi piel – dije tratando de imitar cierto fastidio.
-          No mi amor, te queda lindo el crema - dijo cariñosamente mi novio quién me apuró para salir rumbo al estadio.

Yo corría con todas mis fuerzas y lo peor era que no podía alcanzarlos. Adelante mi padre, mi padrino y mi primo iban a toda prisa, no sabía a dónde y qué iban a hacer pero de lo que estaba segura era que se alejaban de mí y eso me provocaba gran temor.
-          Mierdaaaa, gol por la concha de su madre.
-          Bravo carajo, arriba alianza, carajoooo goooolll.
Los gritos llenos de lisuras de mi padre, padrino y primo me despertaron de mi pesadilla. Y es que las lisuras o llámese palabras soeces siempre están presentes en la celebración de un gol. A mis ocho añitos me sorprendía escucharlas  en cambio ahora que estaba con mi novio haciendo la cola de ingreso al estadio más bien era raro que tus oídos no atrapen al menos un par de “buenas lisuras”.
-          Oye conchetumadre, no te coles.
-          Fuera mierda, haz tu cola huevón.
Llegamos a las 2 de la tarde. El partido empezaba a las cuatro y la cola avanzaba tan lento como las reformas del actual gobierno.
El sol quemaba nuestra espera y ni qué decir del bullicio de las combis, custer y taxis que transitaban la avenida 28 de Julio además de los innumerables vendedores  ambulantes que hacían su “agosto”.
-          Compro entradas, vendo entradas, compro si te sobra entradas – decía una robusta mujer mientras se paseaba por el lugar.
La carretilla de gaseosas  “a china” fue la más  solicitada seguida de la señora que vendía arroz chaufa con tallarín a “luca china”,  el almuerzo al alcance de bolsillo; también estaban los infaltables platos de higadito frito con su yuquita. Pero esto era un evento deportivo y los polos cremas y demás souvernis de la hinchada de “Lolo Fernández” también vendieron harto  a excepción del señor de las gorritas. Las gorras estaban bonitas, particularmente me gustaron pero noté que nadie las compraba. Será por el calor pensé pero la respuesta la supe cuando ingresé a la explanada del estadio.
Cuando estamos por ingresar llegó la policía montada y cómo era predecible el público se emocionó al ver la grandeza y elegancia de los caballos. Uno de ellos,  como también era predecible,  empezó a orinar botando un gran chorro que inundó gran parte de la pista.
-          ¡Qué rico meas caballo de mierda! – dijo un acalorado hincha que pasó corriendo junto a mí  mientras  ingresábamos.

Pero volvamos a la respuesta encontrada. Resulta que las medidas de seguridad son súper extremas que pasamos por hasta por tres filtros. En el segundo nos revisaron de pies a cabeza y pude notar que precisamente los gorritos eran decomisados por  el personal de seguridad pues ante las cámaras tapan el rostro de las personas y aquí todos teníamos que estar debidamente identificados. Hubo varios que se quedaron afuera por no traer DNI y otros que juraban ser los que aparecían en la foto.
Tomados de la mano mi novio y yo ingresamos al estadio. Estaba feliz por el simple hecho de estar juntos. Lo miré con una amplia sonrisa y me respondió con un beso en la frente pero toda esa atmosfera de amor fue invadida por el hedor a marihuana que reinaba las tribunas.

 Ya instalados muy cerca a la “trinchera norte” el ambiente era de júbilo total. Los cremas cantaban a viva voz sus canciones y en sus manos unos globos rojos eran agitados. Era inevitable gritar, alzar las manos y reír.
-          Dale, dale campeón, dale, dale campeón – empecé a cantar.
Fue entonces que salieron  a la cancha los cremas y los globos rojos fueron de a pocos reventados creando más bullicio en el lugar. En toda la algarabía de pronto todo se desvaneció y nuevamente mi mente se situó en un pasaje de mi infancia.
“Se va, se va, se va el Alianza para campeón, se va, se va, Alianza Lima corazón”
-          Qué bonita canción papá.
-          Claro, tiene muy bonita letra.
-          ¿Quién la compuso?
-          El loretano Raúl Vásquez.
Mi padre y yo compartíamos la tarde de domingo  escuchando sus canciones mientras él arreglaba sus cosas.  Orgulloso limpiaba su libro empastado y con letras doradas que decía “La historia de un pueblo blanquiazul” y me mostraba fotos de los antiguos jugadores de Alianza y de aquellos que murieron en el fatal accidente del Fokker en el 87. Yo no me consideraba fanática del fútbol pero juntos compartíamos un mismo sentimiento.
Ahora de la mano de mi novio, vestida con la camiseta crema me sentí mala, traicionera, desertora de mis raíces futboleras. ¿Cómo sucedió? ¿Quién era ese hombre que de alguna manera destronó los preceptos de mi padre? Hablar de mi novio será motivo de otro escrito, pero sin duda el bichito del amor por complacerlo traspasó cualquier barrera.
Desperté de mi ensueño nuevamente con otro pestilente olor, esta vez una chica que estaba sentaba delante de mí fumaba como “chino en quiebra”. Ella estaba sentada al parecer junto a su novio y digo al parecer pues desde mi ángulo de visión pude ver los mensajitos calentones de texto que le enviaba a un tal Alonso vía WhatsApp.
Quise concentrarme en el partido e intentar comentarle algo a mi novio, pero me llamó la atención otro hombre. Alto ahí si piensas que este sujeto invadió mis más bajos instintos, no señor. Este era un barrista estaba a unos pocos metros de nosotros pero sobresalía entre los demás. Lo llame mentalmente como “el director de orquesta”. Alzaba sus brazos de un lado a otro y daba la pauta de las canciones al grupo que lo rodeaba. Lo hacía con gran entusiasmo y su rostro denotaba pasión, entrega, lucha y disfrutaba cada canción alentando a su equipo.
Y así el director de orquesta estaba atento ante las pautas oficiales del amo y señor “el jefe de la trinchera norte”. Éste escondido entre el tumulto y el éxtasis de cada barrista decidía que cántico haría tronar el estadio Nacional.
El panorama en la zona sur era desolador. Un pequeño rectángulo vertical dispersado de pequeños puntos celestes  a duras penas daba alguna voz de aliento.
En mi nuevo intento por seguir el juego en donde aún la redonda no besaba la malla del arco, mi visión se detuvo nuevamente en la barra norte. Los policías sacaban a dos barristas, al parecer revoltosos,  a punta de varazos y lo que vino después era aún mejor.
-          “Policía, policía que pena que me das, mientras vienes al estadio tu mujer esta cachandooo”
Este corillo se hizo escuchar al unísono. No puedo evitar reírme y compadecer a los pobres policías que ya deben estar acostumbrados a la reacción de las barras pero al fin y al cabo también ellos abusaban de su autoridad pues sólo Dios sabe si continuaron pegando a esos hinchas que fueron expulsados.
-          Ya gol, gol, uffff.
Cada vez que la pelota estaba a punto de entrar, los hinchas se acordaban de todas sus madres y alentaban aún más. Hasta que un pitazo del árbitro que mostró tarjeta amarilla a un jugador crema fue la causa de otra arenga dirigida cariñosamente a la madre de la máxima autoridad del juego.
-          “Árbitro hijo de puta, árbitro hijo de puta”
Acabó el primer tiempo y los nuevos protagonistas del estadio entraron en acción: “Ahí tiene los ricos sanguches de pollo”. “A sol, a sol la cancha”.  “Helados, helados”. Los vendedores se dieron paso entre las tribunas con gran habilidad y vendieron su mercadería.
-          ¿Te gusta el partido? – decía mi novio regalándome una sonrisa
-          Sí amor, pero ni un gol todavía.
-          Ya pronto, ya salen los jugadores.
Pero no miré su salida me quedé mirando a mi novio. Él al igual que toda la barra vivía el momento de esa pasión llamada fútbol. Yo apenas podía sentir curiosidad, curiosidad por cómo terminarán las gargantas de toda esa gente que grita, por cuánto habrá ganado la señora del pan con pollo, por lo que les habrá pasado a los hinchas revoltosos, por la pobre madre del árbitro, por los caballos de la policía montada,  por cómo ingresó la marihuana al estadio, por las esposas de los policías, por los baños del estadio  y por cómo estarán los pulmones de la chica frente a mí que por fin dejó de fumar.
El pitazo final llegó y con él la ilusión de un gol. Los jugadores abandonaron la cancha al igual que los pocos hinchas de Cristal asistentes que en cuestión de segundos el color celeste desapareció del estadio. Mi novio y yo subimos las gradas hasta la salida para bajar por las escaleras que parecían nunca acabar.
-          ¿Eres tú?
Y ahí estaba Roger, un amigo de mi infancia, me miraba sorprendido y se detuvo a observar el polo que llevaba puesto.
-          Sí soy yo – dije imitando una sonrisa.
-          ¡Caramba! veo que eres crema – dijo Roger
-          Sí por fin la convertí – se apresuró en contestar mi novio cogiendo mi cintura.
No hubo tiempo de presentaciones y así como vino Roger se alejó y volvió a regalarme una sonrisa cómplice mirando mi polo.
-          Dale, dale, dale U.
-          Cállate Roger, va a ganar la Alianza.
-          Sí pierde te pones mi polo.
-          No me pondré ese polo de gallinas.
-          Ya pues si no te lo pones hoy, algún día lo harás.

La premonición de Roger cuando teníamos ocho años aquel día viendo un clásico en mi casa se hizo realidad. Y al estilo de “Los años maravillosos” “De pronto sucedió”  ahí estaba yo usando el polo crema, restándole importancia y sumándole nuevos recuerdos a esta experiencia en el estadio, caminado derrotada  ante la niña aliancista que alguna vez fui y rendida ante la mujer crema que todavía no sé si soy.

1 comentario:

  1. Muy bien, Giuli. Has descrito con bastante minuciosidad las inusitadas situaciones que se ven en una tribuna de estadio. Sigue así. De todas las experiencias -por muy banales que parezcan- se pueden lograr buenos relatos como éste.

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